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Rap entre rejas:  Dylan, rapea su condena y sueña la fuga con un cuaderno

Tiene 19 años y el arte brota en su garganta como suspiro. Dylan Elizondo, antes de que lo encierren en una celda, ya tiraba rimas en la calle, con patrullas dando vueltas como moscas y amigos cayendo uno tras otro. Hoy paga siete años de condena, pero su voz se escapa por entre los barrotes como humo de cigarro compartido.

Terminó la secundaria afuera, pero su contexto lo condenó antes que la Justicia. Hoy, desde adentro, junta coraje y trámites para empezar la universidad y sueña, a pesar de los palos del gobierno de turno y de un sistema que lo prefiere callado. Mientras tanto, llena hojas y audios con letras que nacen en la celda y trepan los muros hasta la calle. Su rap es su viaje al mundo: lo salva de volverse sombra, le recuerda que todavía respira y que su cabeza no pertenece al candado.

Graba como puede: un parlante prestado, un celu que graba, edita y produce, un beat que rebota entre rejas y paredes humedas y desgastadas. A cada verso le mete bronca, culpa y un resto de fe. Piensa en la familia, en el barrio, en el mundo, en los pibes libres que tal vez escuchen su voz y no tropiecen en la misma piedra.

Escribe como quien lima un candado, afilando palabras que se vuelven ganzúas. Cada tema es un parte de guerra, una botella lanzada por encima de los muros, un puñal contra la indiferencia.

Su historia es la de miles: pibes que caen temprano, que sueñan tarde, que improvisan futuro mientras miran rejas que siempre fueron más fáciles de cerrar que de abrir. Pero este pibe de Banfield se niega a ser un número en un pabellón gris. Lo hace y canta. Lo hace y sueña. Lo hace y resiste.

Afuera, su familia y sus amigos reparten sus audios como quien reparte cartas de libertad. Porque mientras adentro lo encierra el candado, afuera su palabra sale de visita, salta rejas invisibles y se planta, desafiante, en cada oído que se atreva a escucharla.

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